Si nos atenemos a las
formas, el régimen político de México es democrático, pero en la práctica vemos
autoritarismo. Desde el nacimiento del México independiente lo que está escrito
no coincide con lo que se vive día a
día; sin embargo, a partir de 1997, las reglas políticas comenzaron a cambiar,
pues comenzó a notarse un pluripartidismo, las decisiones comenzaron a
descentralizarse y los ciudadanos pudieron ejercer el derecho a la información
gubernamental.
A lo largo de la historia de
nuestro país se ha presentado gran número de proyectos de nación, entre ellos
están el liberal, el de la Revolución mexicana y el neoliberal; sin embargo, actualmente,
México atraviesa un período donde el poder se ejerce sin un proyecto.
A partir del triunfo del
PAN, en el 2000, se comenzaron a acentuar las tendencias a entrelazar la alta
política y la administración de capitales. Así pues, los grandes monopolios,
que años atrás habían servido de la presidencia, ahora dan las órdenes a la
máxima autoridad del país. De esta manera, se hace evidente que nos hemos
movido entre los extremos sin llegar al justo medio en lo que se refiere a la
detención del poder.
Nos encontramos, pues, ante
un Estado fallido, pues existe un claro desdén por las normas internas e
internacionales y una falta de capacidad de la autoridad para proteger a los
ciudadanos de la violencia. Además, este Estado fallido también se manifiesta
en otros aspectos, tales como la dependencia económica hacia Estados Unidos, la
desigualdad, las deficiencias educativas del país y los personajes que ejercen
el “poder tras el trono”.
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